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¿A qué migrantes conoce usted, señor Trump?

29 de enero de 2025

No sé si Trump conozca a tantos migrantes como para insultarlos de tan variadas y violentas maneras. Como periodista, he conocido a decenas de ellos, cuenta Óscar Martínez.

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Caravana de migrantes.
En la política estadounidense vuelve a estar de moda categorizar como delincuentes a millones de trabajadores migrantes, comenta Óscar Martínez.Imagen: Isaac Guzman/AFP

Animales. Delincuentes. Violadores. Asesinos. Invasores. Malos genes. Lo peor de su sociedad. Criminales. Enfermos mentales. Donald Trump sabe insultar. Insultar es su esencia. Y, si se ha guardado insultos para los migrantes, han sido pocos.

No sé si Trump conozca a tantos migrantes como para insultarlos de tan variadas y violentas maneras.

Como periodista, he conocido a decenas de ellos. A algunos, los conocí mientras viajábamos juntos arriba de un tren de carga a través de México, en su intento por llegar a Estados Unidos; o mientras en el sur de ese país cruzaban los montes donde suelen ser violados y asaltados; o en un albergue que recogía a los mutilados en el viaje. A otros los conocí deportados en Guatemala, Honduras o El Salvador. Con varios más hablé mientras vivían como indocumentados en el país del señor que los insulta; cuando fueron detenidos en la frontera y estaban esposados en un carro de la Patrulla Fronteriza en Nogales o Tucson; o cuando, tras años de esconderse y trabajar y desvelarse, habían logrado un estatus regular y vivían mejor y temían menos.

Ahora que en la estridente política estadounidense vuelve a estar de moda colgarse de cualquier crimen cometido por un extranjero para categorizar como delincuentes a millones de trabajadores migrantes, quiero contarles de algunas de esas personas a las que conocí. Creo que aquello que les vi hacer para tener una mejor vida para ellos y los suyos es elocuente, así que intentaré no agregar juicios de valor.

Me gustaría que supieran de Henry Mejía, un migrante nicaragüense de 65 años que huyó tras la llegada del sandinismo a su país en 1979. Tras años de vivir bajo permisos temporales de trabajo, su estatus no fue renovado y, cuando lo conocí en 2015, Henry vivía bajo plásticos y algunos maderos en un cerro cercano al estadio de los Dodgers, en Los Ángeles, y bajaba cada día que había partido de béisbol a lavar carros para sobrevivir. Comía dos veces al día, casi siempre lo mismo: una galleta o un taco. No tenía ningún récord criminal y aún decía que alcanzaría "el sueño americano". O a Carlos, salvadoreño de 37 años, a quien conocí en un centro laboral de Pasadena, esperando trabajo, y que prefería vivir en la calle o en albergues para poder mandar remesas a su familia. A veces, cuando quería descansar un par de horas, tomaba el bus 733 hasta Long Beach, y dormía en el trayecto. Decía que era mejor así, que era "calientito" y dormía muy bien sentado, y luego me enseñó los comprobantes de las remesas que siendo indigente enviaba a su familia para que construyeran una casa.

Una bandera de los Estados Unidos se ve cerca del aeropuerto de El Paso mientras migrantes guatemaltecos, en su mayoría encadenados, son transportados a un avión para ser expulsados ​​de los Estados Unidos a su país de origen por agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE) y agentes de la Patrulla Fronteriza.
Donald Trump sabe insultar. Insultar es su esencia. Y, si se ha guardado insultos para los migrantes, han sido pocos, escribe Óscar Martínez.Imagen: Jose Luis Gonzalez/REUTERS

Me encantaría que conocieran a la señora Natalia Méndez, que llegó a Estados Unidos en 1992 desde el pueblito de Ahuehuetitlán, México, sin saber español. Durante la pandemia, como es normal, el restaurante que la señora Natalia y su marido crearon, La Morada, en Nueva York, cerró. Pero la señora Natalia no paró. Juntó la comida que le quedaba y luego recibió donaciones de amigos, y durante el año más mortal de la pandemia cocinó y repartió 5.000 comidas semanales a los más hambrientos en la zona del Bronx. Cuando en 2021 le pregunté cómo iba a sobrevivir su restaurante, la señora Natalia me contestó: "Debemos siete meses, nos van a cerrar, son 5.000 dólares al mes, pero no tenemos miedo, sino satisfacción, hemos hecho lo que el humano debe hacer". Cuando le pregunté si no tenía miedo del futuro, me contestó: "Sí, pero venimos de donde venimos. Venimos del frío, venimos del hambre, venimos del esfuerzo y el dolor. De ahí venimos… Nos vamos a levantar". Luego, siguió enrollando tamales verdes para salir a regalarlos.

Ojalá más gente hubiera visto aquel día de abril de 2021 a Gabriela Valdez y Javier Rodríguez Méndez, pareja, indocumentados, mexicanos, padres de un niño de nueve años y otro de siete meses. Los conocí también en la pandemia, desempleados, sin saber cómo pagarían el alquiler de su cuarto de 1.375 dólares en la calle 139 Este de Nueva York. Ese día, como voluntarios de una organización comunitaria, repartieron 124 cajas de alimentos a gente más necesitada que ellos. "¿Más necesitados que ustedes?", les pregunté. "Al menos nosotros todavía tenemos unos días de techo", me contestó Gabriela.

Quisiera que supieran de Auner, el salvadoreño de 22 años que huía de las pandillas por la sierra de Oaxaca mientras veía fijamente la foto de su bebé recién nacido a quien había tenido que dejar en El Salvador, oculto junto a su familia. Sería importante que más personas supieran de la voluntad de sobrevivencia de aquella mujer nicaragüense que, recién violada en los montes de Chiapas, en México, siguió su camino hacia Estados Unidos bajo el lema "por mis hijos, tengo que llegar". Y de aquel salvadoreño al que conocí subiéndose al tren para seguir su viaje. Tenía solo una pierna. El tren le había arrancado la otra pierna meses atrás, en un viaje anterior. "No puedo volver donde mi familia así y sin dinero", me dijo antes de que la máquina partiera con él colgado del techo de un vagón. Quisiera que supieran del migrante salvadoreño Rolando Martínez, quien, bromeando a su pesar, decía que en Estados Unidos él ayudaba mucho, porque en Carolina del Norte trabajaba de día como ayudante de un ayudante de construcción y de noche como ayudante de cocina. Dormía tres horas cada 24 y aún le quedaba humor. "No es raro, a la mayoría de migrantes les toca así", dijo.

A migrantes como esos conocí yo. Y usted, señor Trump, ¿a qué migrantes conoce?

(rml)